Cuento policial

Era un viernes por la mañana cuando recibí la invitación de Patricia. No nos veíamos hacía 15 años, y lo nuestro no había terminado para nada bien, por lo que ver su nombre en mi buzón de correo electrónico me tomó por sorpresa.
La invitación era para una reunión de excompañeros de la secundaria, por los 20 años de nuestro egreso, que tendría lugar dentro de un mes en la casa de Patricia, en Buenos Aires. Hacía años que no veía a ninguno de mis compañeros. Personas que en un momento consideré de por vida eran ahora tan solo un recuerdo borroso en mi cabeza.

Dudaba si aceptar o no, pero una voz dentro de mi cabeza decía que fuera, que este reencuentro podría ser una oportunidad de remediar las cosas con Patricia, tantos años después. Acepté la invitación y saqué inmediatamente un pasaje de avión para Buenos Aires. Hacía años que no iba, ni siquiera para visitar a mi familia; siempre eran ellos quienes venían a Londres. Mi trabajo no me permitía irme, o eso les decía. En verdad, ser mi propio jefe me daba plena libertad de elegir cuándo trabajar y cuándo no, pero mi adicción y sometimiento al trabajo me mantenían arraigado acá.

Al cabo de un mes, me encontraba en Buenos Aires. Ni bien llegué al aeropuerto, tomé un taxi hasta la casa de mi madre para dejar mi bolso, y de ahí fui caminando a lo de Patricia, que quedaba a unas cuadras. Seguía viviendo en la misma casa en la que creció, casa en donde pasé interminables tardes en mi niñez y adolescencia.

Ya habría unas 30 personas cuando entré. Había llegado tarde, como de costumbre. Inundaban la sala conversaciones efímeras y pasajeras, saludos y abrazos superficiales. Personas cuya cara había olvidado por completo se me acercaban y me abrazaban como si el tiempo no hubiese pasado, como si aún tuviésemos 18 años y siguiésemos en el colegio. Las conversaciones consistían, más o menos, en tres preguntas: ¿Qué fue de tu vida? ¿A qué te dedicás? ¿Dónde vivís? Intenté llevar la cuenta de cuántas veces se me preguntó eso, pero para la trigésima vez perdí la cuenta. Me encontraba atrapado e intentando salir de una conversación con dos excompañeros cuando vi la figura de Patricia acercarse hacia mí.

Su cabello rubio se había oscurecido, y había dejado en el pasado sus vestidos largos floreados; vestía ahora un traje sastre de color gris.

—Cuando confirmaste la asistencia, no lo podía creer, Martínez —me dijo Patricia con una sonrisa.
—¿De qué hablás? ¿Cómo me voy a perder la oportunidad de ver a mis queridos compañeros? —le dije en tono sarcástico, tono que caracterizaba nuestras conversaciones años atrás.
—Me alegro de que hayas venido. ¿Cómo te trata Londres?
—Fatal —le dije sonriendo—. El frío es insoportable y el sol sale alrededor de dos veces al año. Pero sabés cómo me gusta sufrir a mí.
—Lo sé, lo sé. ¿Y qué tal la vida como detective?
—¿Qué es esto, una entrevista? —dije bromeando—. Me gusta, es el trabajo ideal para ocupar mis días.
—Me imagino. Además, siempre tuviste un aura de misterio. Encaja a la perfección con vos.
—¿Y vos, qué contás?

Mientras Patricia hablaba, nuestras miradas se penetraban entre sí como pistolas. El mundo parecía haberse detenido, y sentía como si fuéramos las únicas dos personas en la sala. Empezaba a recordar cómo era estar con Patricia, lo fácil que era hablar con ella, lo cómodo que me hacía sentir. Las horas pasaban y seguíamos hablando. Quedaban tan solo 15 personas en la sala para ese entonces.

—Es increíble lo bien mantenida que está la casa. Parece congelada en el tiempo.
—Tampoco digas eso, le hice bastantes retoques. ¿Te gustaría un tour?
—Por supuesto.

Hicimos un recorrido rápido por la casa, para el cual Patricia muchas indicaciones no tuvo que darme. Sabía cómo moverme en esa casa.

Entrando en el comedor, quedé boquiabierto al ver el espejo que colgaba en una de las paredes.
—No te la puedo creer, Patricia. ¿No tiraste ese espejo? Nunca me voy a olvidar la tarde que me tropecé y lo rompí. Creo que nunca había visto a alguien tan preocupado como tu mamá, pensó que me moría.
—Nunca pude deshacerme de él. Sentía que traía muchos recuerdos, mucha historia —me dijo con un tono melancólico.

Por alguna razón, ambos nos callamos y nos miramos profundamente. La tensión se sentía en el aire, el silencio se cortaba con tijera. Hacía tiempo que no me sentía así con alguien.

Estaba por decir algo cuando escuchamos una serie de gritos espeluznantes provenientes de la sala. Salimos corriendo lo más rápido que pudimos hacia la sala, donde nos encontramos con uno de nuestros excompañeros, Felipe, tumbado en el suelo. Me acerqué y vi su cara peculiarmente pálida; sus labios azules que parecían pintados, y su pulso era inexistente. Sostenía una copa de vino cuando cayó desplomado al suelo, por lo que, a la derecha del cuerpo, estaba la copa fragmentada en pedacitos y todo el líquido que contenía desparramado. Me agaché, mojé mi dedo en el vino del suelo y, con tan solo una lamida, supe que se trataba de veneno.

Toda la sala se encontraba mutada. Miradas perplejas, en busca de respuestas, se dibujaban en todos los rostros.
—Está muerto. Tomó de un vino aparentemente envenenado.
—Pero, ¿quién lo envenenaría? ¿A quién se le ocurre eso? — dijo Julia, una excompañera.
—No lo sé. Tampoco sé si alguien quería envenenarlo particularmente a él. Toda la botella de vino parece estar envenenada, por lo que podría haber tomado cualquiera. Cualquiera de los que ya se fueron podrían haber tomado y estar ahora muertos, dependiendo de la cantidad que hayan bebido.

Entre toda esta vorágine, vi a Patricia con el rostro afligido y preocupado. Se escabulló fuera de la sala, hacia el comedor, y seguí sus pasos para hablarle. Al acercarme, lágrimas comenzaron a caer de sus ojos.
—¿Qué pasó, Patricia? ¿Está todo bien?
—Él no tenía que tomar. Ninguno de ellos tenía que tomar de esa botella. No puedo creerlo. ¡Qué hice!
—¿De qué hablás, Patricia? ¿Vos pusiste esa botella ahí? 

Patricia tomo unos segundos para responderme. Su mirada me fulminaba; me miraba como nunca antes lo había hecho. Fuego parecía salir de sus pupilas. 

—¿Qué te pensás? ¿Que me olvidé de las cosas que me dijiste esa vez? ¿Que el dolor que me hiciste pasar se esfumó? Dejaste una marca en mí, y nunca pude recuperarme por completo. Años intenté olvidarte, años te aborrecí. Vos tenías que tomar el vino, no él. ¡Cómo se me fue de las manos, Dios mío! Tendría que haberte dado el vino yo misma ni bien llegaste, no dejarlo ahí. Era tu vino favorito ese. Pensé que lo tomarías al instante. 

Su llanto era incontrolable; su cara había tomado un color rojizo y hundía su cabeza en sus manos. Estaba en un estado en el que nunca antes la había visto. 

—Por Dios, Patricia...
—Por Dios nada — me gritó. — ¿No te sorprende? ¿Qué te pensabas? ¿Que te iba a recibir con los brazos abiertos, con una sonrisa? ¿Que iba a hacer como que nada pasó? Y claro que pensaste eso, siempre fuiste un iluso, bastante tonto para ser detective. Y lo hice, te recibí de esa manera, ¡y caíste tan fácilmente! No lo dudaste ni por un segundo. Hasta cuando te hablaba me daba cuenta como ni siquiera realmente me escuchabas; estabas tan centrado en vos mismo y en la idealización de nuestro vinculo que no te tomaste ni dos minutos para pensar un poco en lo raro que era mi comportamiento.
Cómo odio eso de los hombres: te manipulan, te destrozan y te dejan tirada, para después volver y querer fingir que todo sigue igual.
—Pero Patricia, pensé que...
—¿Qué? ¿Qué pensaste? ¿Que seguía enamorada de vos? ¿Que te iba a dar otra chance? ¡Me hacés reír, Martínez! Es patético lo tuyo. 

Desde lejos un barullo resonaba, y caimos en la cuenta de que la policía había llegado.
—Ya está, Patricia. Basta. Mataste a alguien, llegó la policía.
—Ellos no saben que yo lo envenené.

En ese instante, en lo que pareció un microsegundo, Patricia se dirigió rápidamente al espejo roto y tomó un trozo del mismo, con el cual se trazó, sin dudarlo, un corte profundo en su brazo y otro en su rostro.
—¿Qué hacés, Patricia? Basta, ¿qué hacés?
—Lo que debería haber hecho ni bien llegaste.

No pude reaccionar. Me quede helado. Mi visión comenzó a tornarse borrosa, y al bajar mi mirada vi como un charco de sangre se formaba en el piso, sangre que caía de mi pecho, donde tenia incrustado un trozo grande del espejo. Mi cabeza mareada daba vueltas y caí desplomado al suelo. El ruido del fondo se disipó poco a poco hasta quedar en total silencio, y lo borroso de mi visión se tornó blanco y luminoso.

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