Cuento de una esquina

Fue poco después de mudarme a Once que empecé a frecuentar la cafetería ubicada en la esquina en donde se interceptan las calles Pasteur y Tucumán. Hacía varios años que trabajaba por la zona, y no había día en que no pasara por la puerta. Había otro camino más rápido para llegar a la oficina, pero siempre optaba por tomar el que me permitiese pasar por ahí, aun teniendo tan solo unos pocos segundos para admirarla.

Durante ese instante breve y fugaz, me gustaba observar a las personas desayunando o tomando algo allí. Me impresionaba que eso fuera parte de su cotidianidad, que pudieran empezar sus días de esa manera. En el resto del camino a la oficina, rezaba con que llegase el día en que fuera yo uno de ellos, con su café y un libro, que aparentaban tener su vida en completo orden y armonía. 

Así que, al mudarme a tan solo dos cuadras de la cafetería, comencé a visitarla. Al principio, pedía un cortado con dos medialunas y me quedaba alrededor de media hora, o lo que me llevase terminar mi plato. Con el tiempo, empecé a llevar un libro y, sin querer queriendo, a perder la noción del tiempo. El tiempo allí dentro pasaba volando, podía pasar horas simplemente sentado. Me volví habitué del lugar, no había tarde en que no fuese.

Lo que más disfrutaba era sentarme contra la ventana y, en los momentos en que no estuviese leyendo, mirar a las personas que pasaran caminando. Me gustaba imaginar sus vidas, pensar qué era lo que los hacía caminar por esa calle en particular. Me preguntaba hacia dónde se dirigían, cuáles eran sus deseos, sus aspiraciones y sus preocupaciones.

Podía pasar horas craneando e imaginando las vidas de esas personas, dotándolas de características y peculiaridades, dándoles una vida vivida. Entre toda esa multitud de personas que se renovaba cada día, había unas cuantas caras que con el tiempo se volvieron familiares.

A una de esas personas la llamé Marcos. De cabello castaño, alto y flaco como un alfiler, siempre vestía un par de jeans oscuros, unos mocasines negros y un suéter. Por la rapidez con la que pasaba me costaba ver con precisión sus facciones, pero se veían, aun a lo lejos, tan perfectas y delicadas como las de una muñeca de porcelana. 

Pasaba las horas del día como si estuviera en una sala de espera, impaciente por que llegase la noche, donde podría soñarlo y conversar con él. Lo que imaginaba lo sentía con tanta intensidad y pasión que a veces tenía que pellizcarme para recordarme que la relación entre Marcos y yo no era más que una fantasía de mi cabeza. No sabía su verdadero nombre, ni si era realmente el hombre ejemplar, divertido e interesante que imaginaba. 

Con cada día que pasaba, más alimentaba esa fantasía, tanto que, cuanto más grande se hacía, más me costaba desmentírmela. 

Imaginaba lo que serian nuestras conversaciones, los momentos que pasaríamos juntos, nuestra gran historia de amor. Cuando me encontraba en soledad, actuaba en voz alta nuestras charlas interminables, pensaba en los chistes y en los cumplidos que me diría. De una manera u otra, por más que él no lo supiera, estábamos en una relación. Y por más que fuera en mi cabeza, se sentía tan real como una relación terrenal. 

Había días en los que Marcos entraba a la cafetería y compraba un café para llevar. Eran estas situaciones las que esperaba con ansias y atesoraba como un regalo de navidad. Podría así verlo de cerca y analizarlo con detenimiento, sin perderme ni un solo detalle de su persona. En un intento de parecer disimulado, cubría la mitad de mi rostro con el libro que estuviera leyendo, aunque la intensidad de mi mirada dirigida hacia Marcos fuera innegable por quien me viera. 

Una tarde, Marcos entro y se sentó en una mesa. Decidí entonces que ese sería el día en que le hablaría, el día en que me acercaría y me haría conocer. Qué extraño sería, ¿no? Por fin conocer a la persona con la que tanto soñé.

Notaba a Marcos particularmente inquieto, incluso nervioso, mirando hacia los costados, como esperando algo o a alguien. Durante uno de los muchos intentos en los que trataba de vencer el miedo para levantarme y acercarme, un muchacho entró a la cafetería.

Apenas lo vi entrar, noté un cambio en Marcos: su postura se enderezó, una sonrisa se formo en su rostro, y una luz apareció en su mirada. El chico se dirigió a su mesa, lo saludó con un beso y se sentó junto a él.

En ese instante, sentí una gran humillación. Me avergonzaba estar ahí; me creía un ingenuo por pensar que algo pasaría entre nosotros, y me enfurecía haber tardado tanto, haber dejado el camino libre para que otro llegara y lo conquistara.

La cafetería se volvió su lugar, y comenzaron a frecuentarla tanto como yo. Fue así como presencié sus largas e interesantes conversaciones —aunque no tan interesantes como las que Marcos y yo teníamos en mi cabeza— y sus primeras celebraciones como pareja: su primer mes de novios, o su mudanza juntos.

Miraba desde las gradas el espectáculo de amor que vivían. Tristemente me convertí en un simple espectador de su gran historia de amor.

Esta cafetería me recordara por siempre el amor que podría haber vivido, y la desilusión de ser una vez más quien mira la película y no quien la protagoniza. A ellos, en cambio, les recordara por siempre el inicio de su vida juntos. 

Quizás, esas personas que comenzaban su día a solas en la cafetería, que observaba impresionado al ir a trabajar, no la tenían tan fácil como pensaba. Quizás, tan en orden su vida no estaba, y al igual que yo, habían perdido el tren del amor.  

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