Cuento de un secreto familiar: Hermanas

Iñaki Barrondo

Comisión 05. Profesor: Santiago Castellano

Enunciado: Tomar otro de los secretos anotados, contar un cuento en el cual el secreto aparezca (todo o en parte), el narrador es un personaje lateral, no protagonista de la historia.

Individual

Primera escritura

Titulo: Hermanas


Mi vieja siempre decía que la abuela era muy brava cuando era chica. Terca y contestataria, fría como la nieve, regía la vida de mi mamá y mis dos tías con reglas y obligaciones. En sus peores momentos, se apoderaba de ella un accionar agresivo que descargaba en sus hijas. Desde platos arrojados a la pared hasta unas llaves lanzadas como un misil a la cara de mi tía Mirenchu.

Inevitablemente, esta rigidez y brutalidad que caracterizaba la vida de estas mujeres dejó una huella profunda en ellas. De tal palo, tal astilla: las tres niñas crecieron para ser mujeres testarudas y tradicionales, caracterizadas por una sinceridad brutal.

Mi tía Ira, al poco tiempo de cumplir la mayoría de edad, se casó con un ingeniero industrial cuyo trabajo le demandaba viajar por el mundo y abandonar la Argentina. Fue así como Nekane, mi madre, y Mirenchu quedaron juntas en Buenos Aires, unidas por su hermandad y amistad; ellas dos, las caras de una misma moneda.

Esa cercanía y unión podía también ser un arma de doble filo, desatando incesantes peleas entre las dos hermanas, brutales como los ataques de su madre. La tenacidad de ambas mujeres las ponía una contra la otra, chocándose por cada malentendido.

Con los años, las hermanas se fueron distanciando de a poco, y cada una tuvo su familia: Nekane se casó con un hombre español, quien venía a la Argentina tras duros años de guerra en Europa, y tuvieron tres hijos, uno de ellos quien narra este relato. Mirenchu se casó con un hombre del barrio y tuvo tres hijos.

Cada reencuentro que tenían se caracterizaba por una gran inestabilidad; nunca se sabía si sería una tarde tranquila o una batalla naval. Esto persistió durante largos años, desde mi niñez hasta mi adultez.

A mis 30 años, en los meses previos a mi casamiento, fue cuando el más fuerte de sus enfrentamientos tuvo lugar, cargado de años de resentimiento y dolor que habían guardado en un cajón para preservar la unidad familiar.

Todo había comenzado con un simple almuerzo de domingo en casa de mi madre. La emoción y expectativa por mi casamiento se sentía en el aire. Mi madre y mi tía hablaban hasta por los codos con mi novia sobre los preparativos. Todo parecía en orden.

No fue hasta la hora del té que gritos e insultos inundaron la sala de estar. Yo había ido, junto a mi novia, a mi antiguo cuarto para descansar un rato, pero fue imposible ante el ruido que venía de abajo. Acostumbrado a estas situaciones, no intervine y me quedé arriba, sabiendo que las aguas eventualmente se calmarían y que la velada terminaría con promesas de reencuentro y abrazos. Este no fue el caso.

El silencio llegó por fin a eso de las ocho de la noche, y fue ahí que nos decidimos por bajar las escaleras para irnos a nuestra casa. Mi madre se encontraba en la sala de estar, sentada en el sillón con un cigarro en la mano y mirando por la ventana. Al verme bajar, me fulminó con la mirada mientras me decía: 

—Olvidate que tu tía venga al casamiento. No la quiero ver más.

Los meses pasaron y mi casamiento llegó. Los años de convivir con mi madre me enseñaron que no tenía sentido discutir con ella: nunca se llegaba a nada. Su testarudez la cegaba y no podía ver las cosas de otra manera que no fuera la suya. Ni mi tía ni mis primos fueron a mi casamiento, cosa que lamento aún hoy en día. 

Más lamento que fue tan solo dos semanas después del casamiento cuando, desde mi luna de miel, recibí una llamada de mi madre contándome de su reconciliación con mi tía.

Así de inestable era la relación de estas hermanas. 


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